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.Aún miró un instante al portero,adivinándole secreto regocijo.Luego respiró hondo y, conteniéndose para no azotarlo conel plano de fa espada, se arriscó el chapeo, dio media vuelta y salió a ha calle.Anduvo como ciego calle de Alcalá arriba, sin mirar por dónde iba, igual que ante unaveladura roja.Blasfemaba entre dientes, usando sin reparo el nombre de Cristo.Variasveces su paso precipitado, a grandes zancadas, estuvo a punto de atropellar a lostranseúntes; pero las protestas de éstos  uno hasta hizo amago de tocar la espada sedesvanecían apenas le miraban el rostro.De ese modo cruzó la puerta del Sol hasta la calleCarretas, y allí se detuvo ante la taberna de la Rocha, en cuya puerta leyó, escrito con yeso:Vino de Esquivias.Aquella misma noche mató a un hombre.Lo eligió al azar y en silencio entre losparroquianos  tan borrachos como él que alborotaban en la taberna.Al cabo tiró unasmonedas sobre la mesa manchada de vino y salió tambaleándose, seguido del desconocido;un tipo con aires de valentón que, en compañía de otros dos, se empeñaba en reñir, mediahoja fuera de la vaina, porque Alatriste lo había estado mirando largo rato sin apartar losojos; y a él  nunca llegó a saber su nombre , según voceó con muchos y desabridos verbos,no lo miraba así de fijo ningún puto de España o las Indias.Una vez afuera, Alatristeanduvo con el hombro pegado a la pared hasta la calle de los Majadericos; y allí, bien aoscuras y lejos de miradas indiscretas, cuando sintió los pasos que iban detrás para darlealcance, metió mano, revolvióse e hizo cara.Hirió de antuvión a la primera estocada, sinprecaución ni alardes de esgrima, y el otro se fue al suelo con el pecho pasado antes dedecir esta boca es mía, mientras sus consortes ponían pies en polvorosa.Al asesino,gritaban.Al asesino.Vomitó el vino junto al cadáver mismo, apoyado en la pared y todavíaespada en mano.Después limpió el acero en la capa del muerto, se embozó en la suya ybuscó la calle de Toledo disimulándose entre las sombras. Tres días más tarde, don Francisco de Quevedo y yo cruzamos la puente segoviana paraacudir a la Casa de Campo, donde descansaban sus majestades aprovechando la bondad deltiempo, dedicado a la caza el rey y entretenida la reina en paseos, lecturas y música.Encoche de dos mulas pasamos a la otra orilla y, dejando atrás la ermita del Ángel y laembocadura del camino de San Isidro, subimos por la margen derecha hasta los jardinesque circundaban la casa de reposo de Su Católica Majestad.A un lado teníamos losfrondosos pinares, y al otro, allende el Manzanares, Madrid se mostraba en todo suesplendor: las innumerables torres de iglesias y conventos, la muralla construida sobre loscimientos de la antigua fortificación árabe, y en lo alto, maciza e imponente, la mole delAlcázar Real, con la Torre Dorada avanzando como la proa de un galeón sobre la cortaduraque dominaba el exiguo cauce del río, cuyas orillas estaban salpicadas con las manchasblancas de la ropa que las lavanderas tendían a secar en los arbustos.Era hermosa la vista, yla admiré tanto que don Francisco sonrió, comprensivo. El ombligo del mundo  dijo.De momento.Yo estaba entonces lejos de advertir la reserva que había en su comentario.A mis años,deslumbrado por cuanto me rodeaba, no podía imaginar que aquello, la magnificencia de laCorte, el enseñoramiento del orbe en que nos hallábamos los españoles, el imperio que unido a la rica herencia portuguesa que entonces compartíamos llegaba hasta las Indiasoccidentales, el Brasil, Flandes, Italia, las posesiones de África, las islas Filipinas y otrosenclaves de las lejanas Indias orientales, todo terminaría desmoronándose cuando loshombres de hierro cedieron plaza a hombres de barro, incapaces de sostener con suambición, su talento y sus espadas tan vasta empresa [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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